Era un día de fines de Mayo, andábamos cruzando los viejos rieles del tren que conectaban el norte de la provincia con el resto del país. Entre algarrobos, jarillas, jumes, vidrieras y algunos arbustos más chicos, Sebastián y yo pateábamos la arena con nuestras botas, mientras Sabrina se asomaba entre las dunas a ver algunas maras que saltaban a los lejos. En esa época, las horas de la siesta eran el único asomo de calor que dejaba entreverse durante la estación. Sebastián se agachó un poco para ver más detenidamente el piso, donde pudo apreciar algunos espirales secos, muy pequeños, que se iban acumulando a lo largo de la huella. Eran los viejos habitantes de la laguna.
–Es increíble pensar que hace unas décadas, todo lo que hoy vemos estaba cubierto por agua. Lleno de aves, peces y un sinfín de invertebrados que habitaban estos cuerpos acuáticos–. Dijo Sebastián, mientras finalizaba con un suspiro.
–Ni yo lo creo, Seba– respondí. –Aún dudo de la existencia de ese roedor que todo mundo espera que podamos encontrar. Este lugar parece muerto en vida.
Sabrina, Sebastián y yo éramos biólogos encargados por el departamento de Irrigación de iniciar la gran búsqueda de una rata anfibia de más de 180 años de edad. Era conocida como la rata de agua del Atuel. Su aspecto era descrito en los libros del siglo XIX, parecido a una especie de lobito de río versión miniatura, con un vientre increíblemente blanco, patas traseras muy cortas y una larga cola que cambiaba el sentido a medida que va nadando por el río y las lagunas.
–En esta época del año los investigadores suponen su probable hallazgo, y que además, podría estar reproduciéndose y migrando a esta zona–. Respondió Sabrina a nuestros comentarios mientras seguía de espaldas. –Como se dice que es nocturna, debemos esperar un par de horas más, encender linternas y empezar a seguir algunos zorros y lechuzas que nos lleven a algún paradero a la rata de agua. Por ahora, revisen que contamos con todo lo necesario– Anunció. Dicho eso, me dispuse a abrir la mochila y verificar que tuviéramos todo el equipo: linternas de cabeza, GPS, cámara, cuadernos de campo, grabadora, fósforos, latas de comida y cuchillo. –Está todo aquí– Le dije.
Seguimos caminando por la huella mientras dejábamos atrás los rieles oxidados; el vehículo que habíamos traído para desplazarnos no podía moverse entre la arena. Así que nos dispusimos a recorrer el lugar únicamente con nuestros pies. Yo podía ver cómo los pequeños conejillos de cercas o cuises se asomaban tímidamente entre las madrigueras y luego hacían corridas suicidas hasta llegar al otro lado del camino. También vi algunas aves rapaces en la copa de algunos chañares que salían volando disparados al vernos llegar.
A medida que avanzaba la tarde, el cielo se iba cubriendo de tonos naranjas, rojos y entre la montaña se podían ver algunas estrellas y manchas azules y violetas a lo lejos que anunciaban el ocaso. –A unos kilómetros nos toparemos con uno de los bordes del remanente de la laguna. Pónganse las linternas y allí esperaremos hasta encontrar algún zorro en el camino– Anunció Sabrina.
Sebastián juntaba un poco de leña por si hacía mucho frío. Yo seguí caminando con Sabrina hasta el borde de la laguna. Mis ojos no daban crédito a lo que veía: de repente, la arena había sido cubierta por un pasto corto profundamente verde, coloreado por algunas flores blancas y pequeñas, y a lo lejos se veían algunas aves acuáticas buscando qué comer entre el barro y el agua estancada. Sabrina me llamaba a lo lejos.
–Susana, vení. Encontré algunas huellas de puma entre el barro– pude reconocer su voz de felicidad. Me acerqué a donde estaba, y efectivamente, una pata de un gato grande había quedado impresa en el barro y a su paso había dejado un cúmulo de pelos y restos de excrementos llenos de huesos muy finos. –Tomaré un poco de muestra para llevar a la Universidad– respondí. Luego, buscamos un lugar seco entre algunos laullines mientras se hacía completamente de noche. A lo lejos se escuchaba el grito de los zorros.
Pasadas algunas horas, un frío penetrante habitaba el ambiente. Sebastián empezó a juntar trozos pequeños de madera y prenderlos hasta irlos acomodando debajo de los troncos más pesados. Sabrina alumbraba con su linterna, sin encontrar algún rastro de vida aparente. –La noche está calmada– dije. Comimos unas lentejas que calentamos sobre el fuego, mientras yo tomaba algunas notas del día ocurrido. De repente, se escucha un fuerte estruendo a lo lejos, como si hubiera estallado alguna bomba militar. Sabrina y yo nos levantamos sobresaltadas. –Son los pozos petroleros– comentó Sebastián. –Cada vez los hacen más cerca de la reserva–.
Me levanté por completo y me alejé un poco del grupo. Mientras ellos hablaban, yo me dirigía en dirección a la laguna. Quería explorar el lugar antes de iniciar la búsqueda de medianoche. Me quede de pie junto al barro, y a lo lejos veía una niebla que emanaba del agua, muy densa y brillante, como si fuera el alma de la laguna. Volteé a mirar el fuego a ver si mis compañeros veían algo, pero seguían enfrascados en su conversación, así que decidí seguir bordeando ese cuerpo de agua, para llegar lo más cerca posible a tal vapor blanco. Me acerqué hasta casi tocarlo, y en menos de un segundo desapareció por completo. Al rato, sentía las linternas parpadeantes de mis compañeros sobre mis ojos, me anunciaban que ya era hora de partir y empezar la caminata nocturna. Caminé lo más rápido que pude para reunirme con ellos y guardé todas las cosas. Sebastián apagó la fogata con pisadas y un poco de agua.
Caminamos un poco más de una hora entre las dunas. A lo lejos, vimos un zorro abriendo el agujero de una madriguera de arena. Nos quedamos quietos, expectantes a su próximo movimiento. Cuando el zorro dejó el lugar, nos asomamos a la madriguera. Sabrina alumbraba con la linterna, y Sebastián sostenía una bolsa de papel mientras yo colectaba algunos pelos y heces. Luego, seguimos las huellas del zorro, que nos llevaron al costado sur de la laguna. De la arena absoluta pasamos a un arbustal denso, mientras un enorme chañar en medio de la nada albergaba a una lechuza que nos miraba atenta –Seba, fijate si ves huesitos en el suelo– dije. Para mí era un lugar mágico, pues mi cabeza no daba paso y de un momento a otro el aspecto del sitio cambiaba drásticamente. Finalmente, llegamos al costado sur de la laguna. Encontré varios huesos pequeños y mandíbulas, aunque no estaba segura si eran de la rata del Atuel. Tendría después que examinarlos con la lupa. –Mañana haremos otro recorrido en la mañana y nos iremos al medio día. Creo que ya tenemos muestras suficientes, al menos por ahora – dijo Sabrina a lo bajo.
Sebastián dejó en el suelo la mochila grande que cargaba en su espalda. Saco una bolsa de carpa, y otras tres bolsas más pequeñas que serían nuestras mantas para dormir. Saqué mis guantes y me fui soltando los cordones de las zapatillas. –Pasá a hacer pis entre los arbustos antes de dormir– me sugirió Sebastián. –Así no tenés que levantarte sola en la madrugada–. Le hice caso a Sebastián y me acerqué a unas zampas no muy lejos de nosotros. A la vuelta, me quité las zapatillas y las dejé en el techo de la carpa, mientras amarraba los cordones a una de las varillas. Entre el largo viaje en el automóvil, la caminata extensa y el susto de hace poco, no nos faltó cansancio para quedarnos profundamente dormidos. Pasada la media noche, hacía muchísimo frío y mis riñones estaban llenos, casi a punto de explotar. –Seba, voy a hacer pis de nuevo, ¿me acompañás? Murmuré. Seba estaba roncando fuertemente y Sabrina se dio vuelta y siguió durmiendo. Muy a mi pesar, tuve que salir sola. Abrí la carpa y salí disparada apenas poniéndome las zapatillas. Esa costumbre de ir a la madrugada a hacer pis no era conveniente en medio del desierto. Salí de los arbustos y miré hacia el cielo, deteniéndome por unos segundos. La noche era profundamente hermosa. Las pequeñas luces inútiles alumbraban fuertemente el horizonte, mientras la luna redonda se dejaba acariciar por las nubes. A lo lejos pude ver una estrella fugaz. Me sentí tan bien por un segundo, que decidí quedarme un rato más. Entre las estrellas, vi cómo aparecía una luz color verde fosforescente. –Sabri, Seba, salgan a ver esto– les dije, mientras sacudía la carpa. Hay una luz verde en el cielo.
–Susana, ¿Qué querés? Tenemos que dormir– dijo Sabrina.
–Salí de ahí– jamás en mi vida vi algo así– respondí. Sebastián asomó su cabeza por la entrada de carpa.
– ¿Qué es eso? – Dijo.
– ¿Será un drón? respondí. Era una especie de objeto volador, no muy grande, que tenía luces más pequeñas en las puntas, una forma triangular y producía un leve zumbido a medida que se acercaba a nosotros.
–Apaguen las linternas– dijo Sebastián. Un silencio sepultural se plantó entre nosotros. La pequeña nave empezó a bajar de altura y poco a poco fue acercándose a la laguna. El Monte volvió a su calma aparente y a lo lejos se escuchaban algunas torcazas.
–No sé si estoy durmiendo aún, pero eso que vimos recién me pareció irreal ¿ustedes lo vieron? – Dijo Sabrina.
–Yo propongo que vayamos a ver a dónde aterrizo esa cosa. Capaz sea un cacique que vino del pasado a reclamar por el agua y sus tierras– dijo Sebastián mientras volteaba los ojos y sacaba la lengua.
–Qué ganas de perder el tiempo– comenté. Después de unos minutos, empezamos a caminar lentamente hacia la laguna. Vi como aparecía la estela blanca que yo había detallado hace unas horas. Hacía muchísimo frío. Seguí avanzando y cuando me di cuenta, estaba completamente sola. Sabrina y Sebastián ya no estaban alrededor.
– ¿Sabri? ¿Seba? ¿Dónde están? Dije en voz alta. Un eterno silencio. Ahora caminaba sola y me sentía asustada, pero por otro lado quería llegar lo más pronto posible hasta el otro borde de la laguna. Seguí avanzando, casi a saltos, y a mi alrededor la noche se hizo día en un segundo. La arena, elemento dominante en el desierto, empezó a cubrirse de pasto, cortaderales y flores blancas, rojas y amarillas, amanecía y anochecía cada minuto, y veía como la laguna a lo lejos, se llenaba de abundante agua desde el oeste y empezaba a ser habitada por balsas. Sobre ellas, habían algunas personas, de baja estaturas y delgadas, con una piel casi tan roja como el atardecer y un pelo intensamente negro y lacio. Estaban vestidos con túnicas blancas, algunas más cortas que otras, y hablaban en un idioma que no entendía.
No dude en dejar de caminar, aunque no estaba segura si me verían. Cuando estuve casi al borde de la laguna, a mi sorpresa, encontré algo imposible a mis ojos. Sobre el agua, nadaba cómodamente la rata de agua del Atuel, supuestamente extinta según los libros, y meneaba su cola con fuerza para subirse al barro que bordeaba la laguna y empezó a limpiar sus patas y bigotes. Detrás de ella, se asomaban dos ratitas más pequeñas, que parecían ser sus crías, y una de ellas husmeaba cosas en el pasto.
Me quedé ahí, congelada, sin mover un músculo ni emitir una palabra, mientras veía como una de las ratitas iba aumentando de a poco su tamaño; su cola se alargaba aún más y envolvía su cuerpo y pasaba a convertirse en una túnica blanca, mientras sus uñas y patas se reducían de tamaño, y su cabeza se volvía redonda y fina, hasta que su piel tomaba un color rojo intenso; luego iba a reunirse con las otras personas de la laguna. De repente, el centro de la laguna emitió una fuerte luz, casi cegadora, que hizo me cubriera los ojos. No sé cuanto duró ese resplandor, pero después de una eternidad, pude abrir los ojos, me había desmayado sobre la arena y era de madrugada otra vez, pero no estaba sola, a mi lado se encontraba un hombre alto con cabellera negra larguísima, y me dijo unas palabras mientras miraba a lo lejos:
–Hace no más de algunos siglos, todo lo que hoy vemos rebosaba de agua. Agua que fluye, la comida era abundante, se podían cultivar muchas frutas y verduras; la vida era simple pero agradable. Había buena relación con la tierra y la humanidad.
– ¿Qué pasó entonces? –Pregunté– ¿Por qué ya no vive nadie aquí? ¿Por qué ahora es un cementerio este lugar?
–Las personas perdieron su conexión con el agua, las tierras, empezaron a buscar la belleza en otras formas, en lo material. Luego llegó la industria, y a su llegada, el agua empezó a escasear.
–Hombre de la laguna, hemos venido de muy lejos a buscar una rata con aspecto de lobito de río que según cuentan, se extinguió a medida que el agua se alejaba de estas tierras.
–Sé muy bien lo que vinieron a buscar, pero esa rata ya no está aquí. Al menos no en este plano que conocemos.
Un silencio. Yo lo miraba sin entender, pues hace unos segundos, había visto con mis propios ojos no una, sino tres ratas del Atuel que se convertían en personas.
–Si es así, no tenemos más nada que hacer –repliqué–
– Otros van a volver, la buscarán, pero si no se restablece esa relación con el agua jamás la van a encontrar.
Me levanté de la arena y miré hacia el horizonte, mientras se asomaban los primeros destellos del día. Cuando volví a ver a donde estaba mi acompañante, ya se había ido.
Salí caminando nuevamente hacia la huella, caminé varios pasos hacia al norte y vi a lo lejos la silueta de dos personas.
– ¡Susana! ¿Dónde estuviste la madrugada? Nos despertamos en la mañana y no te encontramos en la carpa.
–Tuve un mal sueño– le dije. Pero estoy bien.
–Ya es hora de irnos– dijo Sebastián –No encontramos ningún rastro de ese enigmático animal.
Caminamos uno o dos kilómetros hasta llegar al auto. Sebastián acomodó las cosas. Estábamos de regreso al departamento de Irrigación. Para mis compañeros sería un reporte más, unas horas de oficina y trabajo en la computadora.
–Estas muy callada, Susana– comentó Sabrina.
–No es nada– respondí.
Durante los siguientes días seguí continuando mis labores, aquello por lo cual me pagaban. Pero en el fondo de mi mente, sólo quería volver a aquel mágico momento y ver de nuevo esos aquellos animales anfibios con pelo que se convertían en personas, y acercarme a hablar con ellos, tratar de entender su idioma y navegar en sus balsas. Aquel tesoro que en un tiempo atrás era abundante, hoy día no era más que un espejismo, un recuerdo distante, ver llenas de agua las lagunas como esa vez donde el día se mezclaba con la noche y las personas éramos animales de la naturaleza. Descolgué el teléfono que sonaba sin parar. Vi por la pantalla que era un número de San Luis.
– ¡Hola nonita! ¿Cómo va?... Sí, también tengo muchas ganas de verte; este fin de semana iré a visitarte y quiero que me cuentes de tu padre y de su vida cuando eran Huarpes… Sí, también cuando se construyó la Capilla, todo eso.
–Anoche mes soñé con vos– me decía la abue – hay que hacerte saber muchas cosas...